¡El hombre que derramó la copa de vino... !

 

Los otros, no le prestaron atención, a pesar de su evidente dificultad al andar y su mirada inexpresiva. Tampoco por lo que dijo, porque habló en voz muy baja: -¡Sus palabras, aunque un poco tarde, me invitan a reflexionar!

Todos lo miraron un instante en el momento que derramó la copa de vino. Pero no todos se dieron cuenta que al levantarse se afirmó en la mesa porque era ciego. Luego se alejó a través del amplio salón, sostenido por el ojo de su bastón, y se perdió en la noche.

 

Desde ese día intenté descubrir definitivamente a Jorge Luis Borges: poeta, narrador, erudito, hombre.

Hubo actitudes suyas que nunca entendí. Su deseo de morir lejos de su patria o las historias de guapos en galpones de arrabal, donde se bailaba el tango, historias tan humanas y de las que se arrepintió y se desdijo públicamente, acaso porque no quería ir en busca de ese mundo tremendista que pintó tan bien por temor a no poder describirlo como lo imaginó.

A veces, en el bullicio de la calle, me pierdo interiormente y recito sin darme cuenta del lugar donde me encuentro, las primeras estrofas de “El Golem”:* “Si como el griego afirma en el Cratilo/ el nombre es arquetipo de la cosa/ en la palabra rosa está la rosa/ y todo el Nilo en la palabra Nilo./ Y hecho de consonantes y vocales... /*

He leído, hasta saciar mi sed, a través de los años: “El  memorioso Funes”. ** Lo he imaginado tantas veces, que lo percibo en la penumbra de una de las piezas del viejo casco de aquella estancia de Tacuarembó, sentado en su silla de ruedas, abstraído, como si estuviera ausente de este mundo. Sé como viste, lo que piensa y dice, pero nunca he podido desentrañar el misterio de su memoria prodigiosa.

Revivo la historia de Benjamín Otálora, ***  que no muere la noche en que le dispara un tiro de revólver, Ulpiano Suárez, el hombre de confianza de Azevedo Bandeira, sino que está muerto desde el preciso instante en que comenzó a codiciar la mujer, el caballo y el poder, del decrépito contrabandista brasileño.

Me he sumergido en la magia del narrador, perdiéndome a través de su relato de laberintos y ruinas circulares en un tiempo inexistente y siempre acabo rindiéndome a la evidencia de que al leer a Borges estoy en presencia de un genio, inmóvil en su pedestal de granito, sin lágrimas en sus ojos ausentes, ni sonrisas en su boca.

Debo decir, porque es lo verdadero, que mi predilección por el escritor argentino data de mucho antes de leer sus cuentos. Comenzó el día en que, en la acera frente a su domicilio, Ruben Lena, el maestro de mi pueblo, me contó de un tirón “El hombre de la esquina rosada”. ****  Su relato difería del original únicamente en la riqueza que le incorporaba a través de sus gestos y de su personal interpretación. Era un extraordinario narrador oral además de un reconocido escritor. Escribía sus apuntes preliminares a cualquier hora del día y en cualquier lugar, con un lápiz de grafo, en una pequeña libreta de apuntes que siempre portaba consigo. Recreó las historias del pago y sus personajes con un lenguaje sencillo y claro. Después que sufrió un ataque de hemiplejia que lo condenó el resto de su vida a una silla de ruedas y a una manifiesta dificultad para expresarse, aunque vivió muchos años más, no volví a verlo. Preferí recordarlo como lo conocí. En el barrio de su escuela de galpones de lata,* improvisadas aulas, o dirigiendo el equipo de fútbol de los achureros del abasto. **

 

 

Esa noche nos reunimos temprano. Era el encuentro anual de escritores de la región. El panelista invitado era el  maestro quien expuso con desenvoltura y erudición sobre la obra de  Borges.

El escritor ciego, sentado frente a mí, asentía con un leve movimiento de cabeza o fruncía el entrecejo, como sorprendido.

Después de la disertación nos ubicamos para la cena alrededor de una larga mesa armada con caballetes y tablones. El ciego está nervioso en espera de algo que no alcanzo a descifrar.

Este año, por ser uno de los anfitriones del evento, clausuraré el acto con un brindis y un agradecimiento a los concurrentes. No tengo muy claro los motivos que me llevaron a hablar diciendo que en sus comienzos la obra de Borges tuvo un estilo diferente a lo conocido: ¡sólo para llamar la atención!

Casi todos me miraron con un gesto de desaprobación. El comensal a mi frente dio un respingo y su copa de vino estuvo a punto de caerse. Manifesté, con un dejo irónico, que si se hubiera encontrado con el maestro de mi pueblo, seguramente no se hubiera enclaustrado en bibliotecas llenas de polvo y olvido. Habrían salido juntos rumbo a los peringundines, al encuentro con el tango de guapos orilleros y mujeres  querendonas, y la magia de ambos andaría rondando las esquinas. Lamenté que no hubiera tenido la oportunidad de encontrarse con quienes son capaces de parir un sinfín de historias, ésas, que toman los escritores experimentados en el ordenamiento de las palabras, para decir en la frialdad de las letras, las mismas cosas que ellos ya dijeron con el corazón.

El escritor ciego, sentado frente a mí, no salía de su asombro. En su rostro no se percibía señal alguna de que estuviera de acuerdo conmigo, aunque yo me imaginaba que me incitaba de una forma muy sutil a continuar hablando.

 

Si Borges hombre, no el intelectual, no el genio, hubiera sabido o lo hubiera sospechado siquiera, que aunque sea una sola vez debemos transformar un sueño en realidad, como lo supo siempre el maestro Lena, habrían bebido juntos el vino de la vida.

Recuerdo que, en el preciso instante de levantarse de su asiento, dijo: -“Sus palabras, aunque un poco tarde, me invitan a reflexionar.”-                                                                       

Los más cercanos a él lo observaron un instante... ¡cuando derramó la copa de vino!. Otros se estiraron para verlo. Después, tal vez producto de su turbación, y sin despedirse, se alejó a través del amplio salón, sostenido por el ojo de su bastón, y se perdió en la noche. El mozo más cercano a nosotros asegura que el vino no manchó el mantel, pero nadie lo confirma. Picado por la curiosidad de lo sucedido, se asomó al ventanal que da a la calle cuando lo vio salir, pero ésta estaba desierta y sólo se veía una tenue estela de luz que se difuminaba.

Años después moría el maestro de mi pueblo pero yo no concurrí a despedirlo en su hora definitiva. Consideré que si me ponía a cantar en el cementerio, lugar de recogimiento y oración, cometería una torpeza. ¡Me equivoqué. Todo su pueblo lo despidió cantando!...

 “Ven a ese criollo rodear, rodear, rodear./ Los paisanos le dicen mi general./ Va alumbrando con su voz la oscuridad/ y hasta las piedras saben adónde va.”*

 

“La luna redonda, chiquita y oronda se ríe de mí./ Estoy a la orilla de la maravilla de irme de nariz.”**

 

“Montón de andrajos con voz de vino/ parecía nacido de los caminos. La carretilla con una soga, paseaba por las calles su rueda floja. ¡Botellero. Botellerooo.! ¡No tires piedra gurí!”***

 

 

Cuentan que “mi muerte” se produjo plácidamente una tarde de primavera en que el olor de los jazmines inundaba el ambiente.

Emprendí el viaje a través de un espacio lleno de luz y para sorpresa mía, en un patio de malvón y parral, me encontré con el mismísimo Funes. Sí, con Funes “el memorioso”. Apronté un mate amargo y me propuse escucharlo con detenimiento porque lo encontré deseoso de conversar conmigo.

Sin rodeos, después de saludarme, me dijo:  -“Para entendernos, debe admitir que usted ingresó en un laberinto del que no quiso salir porque no se lo propuso. Usted registra mi memoria prodigiosa como un hecho inusual en sí mismo, sin aceptar que ella puede ser juzgada desde otro ángulo.”

Después de una pausa prolongada para sorber el espumoso mate que acabo de alcanzarle, continúa: “A partir de ese análisis usted se confunde, anula la razón verdadera de mi existencia y, por eso, elige un camino equivocado. Si Borges en lugar de: “El memorioso Funes”, hubiera escrito: “Funes el funebrero” o “El funesto Funes”, usted jamás me hubiera recordado.

Él encendió la chispa que activó su memoria y determinó un rumbo a su capacidad de recordar”

Desde su silla de ruedas mira con detenimiento a su alrededor. Se entretiene con el vuelo zumbón de una abeja. Eleva su mirada hacia los racimos que ya comienzan a cuajar. Mira distraídamente hacia un punto lejano. Sorbe ruidosamente la bombilla y me alcanza el mate. -“Permítame aclararle un detalle importante en el que Borges se equivoca pues no recoge la versión verdadera de la muerte de Benjamín Otálora. Como usted recordará, el joven muere a manos de Ulpiano Suárez al sonar las doce campanadas que marcaban el comienzo del año del señor de mil novecientos uno. Sin embargo, en setiembre de mil novecientos cuatro, luego de la histórica batalla de Masoller, que enfrentó a blancos y colorados, nos encontramos en este mismo lugar con Benjamín Otálora, quien me contó: “que no murió por el disparo del capanga de Azevedo Bandeira, sino por una bala perdida cuando iba en auxilio del general Aparicio Saravia. Borges no tomó en cuenta –me dijo- que era fin de año y estaban todos borrachos. La mujer de Azevedo Bandeira, la de cabellera de fuego, había quitado el plomo de las balas a la hora de la siesta porque había escuchado las instrucciones del viejo a su capataz para que acabara conmigo al llegar el nuevo año. Ulpiano sonríe cuando dos integrantes de la gavilla me toman por los brazos y el viejo Azevedo obliga a su mujer a besarme. En ese momento el capanga martilla el revólver y dispara. Caigo. Me sacan a rastras rumbo al patio y me tiran en una fosa, ya cavada, contra los corrales. Me levanto. Traspaleo la tierra y coloco una rústica cruz en la improvisada tumba. Cruzo a pie los campos desiertos y un mes después me incorporo al ejército blanco.”-

Funes me mira con detenimiento y una sonrisa de picardía acompaña sus palabras pues sabe que lo que acaba de contarme ha producido una sorpresa mayúscula ante tamaña revelación. Luego dice: “Le he relatado de mi encuentro con Otálora, para que entienda que no siempre el final propuesto es el verdadero. Esta anécdota que ha resultado tan sorprendente es digna de compararla con su relato, ése, en el que nos dice que la copa de vino se derrama cuando el ciego se levanta para retirarse. El mozo manifiesta que el vino no manchó el mantel pero nadie lo confirma. Usted lo sabe y no lo confirma. Prefiere dejar la duda. Usted lo sabe, porque Borges había muerto ese día precisamente, unos minutos antes, y usted, que llegó tarde a la reunión y había escuchado la información  a través de la radio, era el único que lo sabía. ¡Usted sabe porqué la copa de vida de Borges está vacía!  Tocado por la emoción y el impacto de la noticia, en lugar de realizar sólo un brindis, se decide a hablar,  para testimoniar su admiración por Borges escritor aunque lo enjuicie por sus actitudes de vida. También nos ha relatado sobre el maestro, testimonio de la memoria de su pueblo y de cómo lo despiden cantando. Nos dice que usted no vuelve a verlo después que se enferma pues prefiere recordarlo por algunos pasajes de su vida en los que ambos fueron protagonistas. Otros lo recordarán en sucesos diferentes y lo proyectarán en su dimensión verdadera, o no, y algún día será un referente de las letras, del canto y de la memoria del pago. Un sólo recuerdo puede rescatar la memoria de un hombre para situarlo en el mundo y en la memoria de los demás, pero la suma de nuestros recuerdos componen un todo, escriben la historia y rescatan la memoria de los pueblos. Hay un detalle significativo. Usted no explica la verdadera razón que tuvo para no concurrir al cementerio a despedirlo. Se pierde en laberintos y lo hace a propósito. Borges no dijo: “Sus palabras, aunque un poco tarde, me invitan a reflexionar”. Usted estaba frente a él, a poco más de un metro de distancia, y lo oyó claramente. Él dijo: “Mis palabras, aunque un poco tarde, lo invitarán a reflexionar” y agregó sólo para que usted lo oyera: -Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa, Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprenden una parra.”-

Funes respira entrecortadamente. Da la impresión que el esfuerzo de hilvanar el relato para que yo comprenda claramente lo que me dice, lo hubiera agotado. Causa extrañeza que le suceda a él, que se desvela horas y días enteros en el único proceso de recordarlo todo. “Preste atención, –me dice- preste mucha atención: Borges y el maestro, usted y yo, la mujer de pelo rojo que al quitar el plomo de las balas a la hora de la siesta, le devuelve la vida a Benjamín Otálora, y la bala perdida en Masoller, que se la quita, y aunque usted no lo crea, “Funes el funebrero” y “El funesto Funes”, forman parte del prodigio de mi memoria. El error, si lo hay, o mejor dicho, el error en el que usted ha incurrido, reside en creer que mi memoria prodigiosa es producto de un hombre aislado, olvidando que ella es la suma de los recuerdos de todos los hombres que he conocido, o no, aún después de muertos. Ahora, ya vacía su copa, se encuentra conmigo y espera que le dé una respuesta que usted no necesita. Cada uno a su modo y ¡todos sin excepción!, Borges y el maestro Lena, y yo, Irineo Funes, y el desgraciado Benjamín Otálora que muere tan joven, y ahora usted que se suma a acompañarnos, y los que se sumarán luego a su debido tiempo, somos:¡El hombre que derramó la copa de vino...! Además ¡usted sabe porqué no fue al cementerio!. El único motivo que tuvo fue el deseo de testimoniar el hecho imaginado, que sin duda, siempre es más grandioso que el hecho vivido. Si allí nadie hubiera cantado, en su mente y en su memoria todos hubieran cantado y usted lo reviviría exactamente igual, de la misma forma que ahora que sabe que todos cantaron. ¡Esa es la magia que anda rondando las esquinas!. La memoria y la imaginación de los hombres la hacen posible. ¡Ella es la que llena las copas de vino de la vida...!

 

 

 

”El Golem”* (poema). “El memorioso Funes”** “El muerto”*** “El hombre de la esquina rosada”**** (cuentos).  Jorge Luis Borges.

 

“Escuela No.73” * del barrio 25 de Agosto, conocida como escuela  “La Lata” porque sus aulas eran unos galpones de zinc.

25 de Agosto Fútbol Club.** Conocido como el club de los achureros del abasto. El maestro fue su director técnico en los años 1961/62. Bajo su dirección  ascendió en forma invicta, de la Divisional Extra a la Divisional Intermedia y luego a Primera División de la Liga de Fútbol de Treinta y Tres .

 

“A Don José”* “Sinfonía en azul”**  “El botellero”*** (poemas).  Maestro Ruben  Lena.

 

 

Héctor Mario Ifrán