...Y si me hubiera mentido.

 

Juan había cumplido veintitrés años. Era honesto, humilde, sencillo y de firme carácter. Desde el accidente y muerte de su hermano, cuando trabajaba en un empresa constructora en el balneario de Punta del Este, María, su cuñada, algunos  años mayor que él, y su sobrino, que a los nueve años era el vivo retrato de su padre, se vinieron a vivir con él y sus dos viejos. La familia era así desde siempre. Unida y fuerte. Su padre siempre decía: “Esta casa la construyó nuestro hijo mayor con sus propias manos, para que viviéramos nosotros. Ladrillo sobre ladrillo. Con mil sacrificios. Y siempre ayudándonos, como cuando enfermé por mucho tiempo y todos los ahorros que tenía, para levantar su propio rancho, se quedaron en nada”.

Ahora todo es recuerdo. La niñez en el campo. Las pesquerías, las cacerías de zorros, las juntadas de huevos de tero o ñandú. Las carreras de petisos camino de la escuela y la defensa de su hermano mayor cuando alguno quería moverle el esqueleto. Y ya de mayores, siempre laburando de sol a sol, para que nada les faltara.

Ahora todo es recuerdo, desde ese final inesperado que llegó con la muerte del que fuera  su hermano, su protector y amigo.

La escasa jubilación de su viejo y los jornales que él gana en el taller mecánico, no alcanzan ahora para cubrir todas las necesidades de la familia y eso a costa de mil privaciones. Por eso cuando le ofrecieron de chofer de un camión para trabajar en la zafra en el traslado del arroz desde los cultivos al molino, no lo pensó dos veces. Trabajo zafral. Seguridad por cuatro meses. Compra a plazos de un pedacito de la tela conque se remienda la felicidad. Dos viajes diarios. Aproximadamente seis horas por viaje, entre traslado, espera,  carga y descarga, y al final de la jornada todos los preparativos en el camión para arrancar sin problemas al otro día. Jornadas duras y agotadoras, que comienzan antes del amanecer y finalizan al caer la tarde.

Y María, que lo espera con el mate pronto y las comidas siempre en hora. Y María, que mantiene su ropa siempre limpia, cosida y planchada. Y María, con su quietud de lámpara mientras le ceba el mate en las madrugadas y en las tardecitas, siempre atenta al más mínimo detalle, para que él esté contento... María, presencia y ausencia. María, pecho adentro, despacito y hondamente, como un consuelo de horas mejores en el momento de partir. Como un remanso de paz al final de cada jornada.

Y María, presente en todas sus horas, sumado al cansancio natural de varios meses, que no le dejan pegar los ojos en casi toda la noche. Y la toma de conciencia de la situación, aquel domingo que mojarreaban a la orilla del arroyo y su sobrino, con la inocencia propia de los niños, le dice de improviso: “Ahora tío Juan, vos sos mi padre. Él siempre me hablaba de ustedes cuando eran chicos. Me contaba de las correrías por el campo y de cuando iban a pescar y hablaban de cosas de hombres”.

-Tu padre no, yo soy tu tío, me entendés.

-Bueno. Pero yo te quiero igual que a mi padre, y ahora que él se fue a descansar al cielo, aquí en la tierra vos sos como si fueras mi padre, aunque no te acuestes con mamá.

Ahí se dio cuenta que debía marcharse. Pronto y lejos.

-Bueno, pero pronto se termina la zafra del arroz y tendré que irme lejos a trabajar, y tu padre, por un tiempo, va a ser tu tata.

¿Y adonde vas a ir?. Además, ¡no es lo mismo!

-Iré donde sea con tal de que a ustedes no les falte nada.

-No te vayas. Podés seguir trabajando en el taller. A Punta del Este no vas a ir porque vos no sos albañil como era papá.

-Y a vos quien te dijo que sólo albañiles se precisan allá y lugares donde ir a trabajar hay a bocha. 

 

Un mes después, cuando le avisaron que le tenían un empleo en el balneario esteño, de chofer de un industrial argentino, juntó su atadito de ropa, un poquito de sueños para un montón de olvido, y se marchó enseguida.

Empleo seguro por tres meses.  Sin horario fijo, pero liviano. Con el doble del salario que le habían pagado en la zafra de arroz, y con posibilidades, al final de la temporada veraniega, de quedar de casero por el resto del año en la residencia de su nuevo patrón.

Su madre, quien siempre recordaba el accidente de su hijo mayor, lloraba al despedirlo: -No vayas. Te va a pasar algo malo, como a tu hermano.

Lo animaron las palabras de su padre: “Vaya con Dios, muchacho. Escriba seguido, pa’que su madre se tranquilice. Sabe.”

María comprendió su decisión en el momento de la despedida: -Cuidalo mucho al gurí. Ahora es tu hombre.

Luego, el abrazo y la mirada de ella. Como agradeciéndole.

Después, un torbellino, un mundo nuevo y excitante.

Desde que enfrentó la reja colonial del “Mariana”, y desde allí divisó los dobermans en sus perreras, las cocheras impecables, el simétrico trazado de los jardines, la enorme piscina rodeada del colorido paisaje del césped y los árboles. Se le escapó un silbido de admiración: -¡qué lujo!. ¡Todo fue diferente!.

Su disposición natural al trabajo, su manera callada y tranquila, le granjearon la simpatía y la confianza de aquel hombre cargado de años, que todas las mañanas muy temprano emprendía largas caminatas por la playa, por prescripción médica. Según él mismo le dijo, tenía incorporado al corazón un aparato. Marcapasos, o algo así.

Todo fue diferente. Ni mejor, ni peor. Diferente. Porque Mariana, la dueña de casa era: vital, esplendorosa, amable, tierna, dulce. Y no hay exceso de adjetivos; porque era eso, y mucho más. Tendría alrededor de treinta años y no entendía como aquella hermosa mujer estuviera casada con aquel viejo. Seguramente por la guita. O sería su amante, o su secretaria ...tal vez su hija. ¡Quién sabe!.

Su hermano siempre le decía: “De esos “manates” podés esperar cualquier cosa. Oí bien lo que te digo. ¡Cualquier cosa!

Y Mariana siempre con su sonrisa. Con su voz suave y delicada: Por favor Juan, lléveme a Gorlero pues necesito efectuar algunas compras. Hoy vamos a ir a Punta Ballena. A Portezuelo. La Mansa es una delicia. En el cine estrenan una película preciosa. La veladas de arte en Casapueblo, son la locura”

Y siempre salía sola.

Y la vestimenta que usaba. Prendas finas y delicadas que siempre realzaban su figura. Y el perfume...  ¡Ah ...el perfume!. Cuyo olor quedaba flotando en el interior del auto ...excitándolo. Y él, al mediodía, en las tardecitas, en la duermevela de las madrugadas, sentado al volante, esperándola. Sin abrir las ventanillas, para no perderla mientras estaba ausente. Los ojos entrecerrados ... soñándola.

Comenzó a mirarla por el espejo retrovisor y ella sonreía. Y un día ensimismado en el nuevo juego, por un descuido casi se accidentan, y ella, con su voz cálida: ¡ Por favor Juan, tenga más cuidado, quedé helada del susto!.

Y las cartas a su familia se fueron espaciando en el tiempo. Enviaba más dinero y unas pocas letras. Como si ello fuera suficiente. Y un día que Mariana lo encontró escribiendo, por vez primera le habló con un tono de voz diferente: -¿Le escribe a su novia? 

-No señora. A mis viejos. Yo no tengo novia.

 

A partir de allí comenzó a lavar el auto alrededor de las diez, donde se producía el primer encuentro de la mañana, a corta distancia. El saludo, unas pocas palabras, algún comentario breve informándole la hora de su próxima salida y luego una amplia sonrisa. Siempre el mismo contoneo, rítmico y medido. Comenzaba a quitarse la salida de baño, lentamente. Disfrutando de su turbación. Una zambullida en la piscina, y luego de secarse, el juego, acaso el ritual, de pasarse bronceador por todo el cuerpo, mirándolo a hurtadillas. Sensualmente. Juan se daba cuenta de lo diferente de sus mundos. ¡Qué podría decirle! Que cada día que pasaba sus ojeras eran más evidentes. Que sentía pasión, deseo, rabia. –¡Me voy a tener que mandar a mudar a otra parte!.

 

El desenlace de aquella noche, por lo inesperado, lo tomó por sorpresa.

 

El patrón y ella, concurrieron a una fiesta que ofrecían unos amigos. Juan estacionó el Mercedes Benz en un amplio sendero. Sentado al volante observaba con detenimiento a través de un amplio ventanal situado frente a él. Llegaron alrededor de las once de la noche, que ahora avanza despaciosamente rumbo a la madrugada. La fiesta no ha decaído en su animación. Bebidas, risas, cantos, bailes. Posteriormente se formó un círculo con los invitados sentados en almohadones en el piso del patio. Algunas  parejas comenzaron a retirarse conversando animadamente.

En un momento dado, llega Mariana, sin que él la viera y sin darle tiempo a que le abriera la puerta trasera del auto se sienta junto a él y le dice: “Todo es un juego. La vida, la muerte, el amor, el deseo. Jugábamos un juego muy entretenido que estuvo de moda en la temporada estival europea”.

Años después, Juan recordaba aquel momento, mientras observaba a los primos, su sobrino, ya un adolescente y a su hijo de nueve años, compañeros inseparables, mientras pescaban a la luz de un farol y hablaban de cosas de hombres; sentados en la barranca del arroyo. Recordaba aquella noche como si la estuviera viendo, como si hubiera atrapado para siempre en su memoria: los sonidos, el aire tibio de la noche, los gestos: -Todo el que pierde en este juego -había dicho Mariana- debe pagar una prenda. A mí me ordenaron que me fuera de la reunión y me acostara contigo.

Juan la tuteó por primera vez: ¿Y tu marido, o lo que sea, lo sabe?.

-¡Eso que importa, tonto. Vámonos que ya es muy tarde!. 

Juan se levantó lentamente, descendió del auto y trancó la puerta suavemente. Dio la vuelta y asomándose a la ventanilla, ahogado por la rabia, el desprecio y el llanto, le dijo con voz entrecortada: ¡Yegua de mierda, andá y decile a esos cosos que se vayan a la puta madre que los parió!

 

Al agacharse a recoger la pava para cebar el mate, Juan vio la luna reflejada en el agua, y dibujada en ella, la cara de angustia y sorpresa de Mariana. Clarito, la vio... por primera vez ... ¡la vio clarito!.

... Y si ella me hubiera mentido aquella noche!

 

Héctor Mario Ifrán