Agua Mansa
El
estero acentuaba por momentos su acre color a juncos en descomposición y a
cieno fermentado. Y como para reforzar aquel inequívoco signo de tormenta,
comenzó a hendir el aire denso, sofocante, una nube de raudos "alguaciles".
Por otra parte arreteaban el lanceteo y el zumbido infernal de los mosquitos.
Mate va, mate viene, los dos hombres aguardaban en silencio, ensimismados, la
hora de la faena.
Pronto se escondería entre el juncal inmenso la roja bola del sol. Y en la
melancólica calma del crepúsculo retornarían de prisa a sus refugios las
bandadas de garzas salvajes. Y con las primeras sombras llegaría el instante
propicio para la caza y el desplume.
A
fin de defenderse mejor de los voraces mosquitos, e incluso de la secreta
inquietud que le había puesto los nervios tensos como alambres, Andrés fumaba
cigarro tras cigarro. Sus ojos no perdían uno solo de los movimientos de
Tomás, que ahora, en medio de la hosca pesadez de esa atmósfera de plomo, le
parecía mas hostil, mas cargado que nunca de malas intenciones, de siniestros
propósitos.
Sin embargo, la actitud del compañero no justificaba en modo alguno aquel
receloso atisbo. Abstraído, indiferente, como insensible a cuanto le rodeaba,
Tomás solo se movía para recoger el mate y devolverlo. No había en él ningún
asomo de hostilidad, ni el menor gesto capaz de infundir sospechas. Si algo
dejaba traslucir su rostro era un abúlico tedio, una especie de tristeza
fatalista y cansada.
Pero Andrés interpretaba de muy distinta manera su ensimismamiento. Y creía
tener razones poderosas para ello. Desde muchas noches atrás veníale socavando
el cerebro una idea persistente, que había concluido por volverse obsesión.
Tomás quería matarlo porque estaba celoso. Esa era la verdad. Desde que supo
que Carmen iba a casarse con él, tornóse huraño, enigmático. Dejó de ser el
amigo de corazón abierto que había sido hasta entonces. Y el despecho fue
incubando sin duda, poco a poco, la siniestra intención que él estaba seguro
de haber leído en sus ojos.
Recordó las únicas palabras cambiadas entre ambos acerca de la muchacha. Fue
una madrugada que volvían del pueblo, soñolientos aún, con los inseparables
caballos trotando en una misma línea
.
- Anoche te vi con Carmen. La querés en serio?
-
La quiero. Nos casamos pal año. Por?
-
Por nada. Preguntaba nomás . . .
Hubo un silencio molesto, embarazoso, y luego él indagó:
-
Es cierto que vos tuviste relaciones con ella?
-
Hace ya mucho tiempo. No te priocupes. Lo pasao, pisao.
Desde entonces, ya no volvieron a nombrarla. Pero Carmen seguía interpuesta
entre ellos, alejándolos cada vez más uno del otro. Si de algo estaba
convencido Andrés era de eso. De eso y de las aviesas intenciones que abrigaba
Tomás a su respecto.
La
convivencia se les fue haciendo difícil: pasaban días enteros sin cambiar más
de dos o tres monosílabos. Los estrictamente indispensables para entenderse en
el trabajo. Y por las noches, Andrés trasladaba su recado al otro extremo de
aquella especie de islote seco en que habían establecido el campamento, y allí
tendía los cojinillos y jergones que le servían de cama. Pero ni aún así podía
dormir tranquilo. Cualquier susurro mínimo, el roce de la brisa o de alguna
alimaña nocturna entre los juncos, hacíale incorporar sobresaltado, manoteando
la escopeta, o empuñando el facón que siempre tenía al alcance de la diestra.
-
Ya está lavao que da asco.
-
Lo ensillamos?
-
Por mi, no.
Andrés lió un nuevo cigarro y prosiguió tomando mate solo. Acababa de
ocultarse el sol, velado por una bruma rojiza, como de sangre. Hacia el
Oriente, empezaban a acumularse pesados nubarrones. Y el metífico hedor del
estero, cada vez mas denso, tornaba irrespirable aquel aire caliente y
estancado.
No
soplaba una brisa. Los juncos verticales, inmóviles, alargaban hasta el
horizonte la uniforme monotonía del paisaje. Croaron algunas ranas distantes.
Y como si hubieran estado esperando esa señal, otras, más próximas,
respondieron de inmediato al invisible conjuro. A los pocos minutos todo el
estero se llenó de un clamoreo compacto, ronco e infatigable.
Andrés se levantó y arrojó un terrón al agua para restablecer momentáneamente
el silencio.
-
Bichos jodones! - rezongó.
Sus nervios parecían a punto de estallar. Tomás, siempre abstraído, siempre
inmóvil, contemplaba con ojos ausentes aquel lodo chirle y fétido, removido
por el azoro de veloces fugas.
-
Parece que va a llover.
-
Parece.
Las palabras estaban de más. No cabía duda. Solamente tenían importancia los
gestos, las actitudes.
Volvieron a enmudecer los dos hombres, atento cada uno al intransferible y
secreto bullir de sus propios pensamientos. El recuerdo de la mujer lejana
continuaba aislándolos , suprimiento inexorablemente entre ambos toda
posibilidad de comunicación.
De
pronto empezaron a aparecer en el horizonte las primeras bandadas de garzas en
regreso. Venían desde los pantanos costeros de la Laguna Merin, en vuelo
presuroso; giraban sobre el juncal, apretujándose entre graznidos inquietos,
trazando cículos cada vez mas estrechos y más bajos; y luego descendían hasta
desaparecer en el corazón del gigantesco estero, ya ubicado el sitio exacto
donde acostumbraban a pernoctar.
Era un maravilloso espectáculo el que ofrecían aquellas legiones de aves
blancas y rosadas, cada vez mas numerosas y urgidas, revoloteando sobre la
sombría inmensidad del juncal.
Andrés, que había vuelto a agazaparse al verlas, olvidó por un instante sus
preocupaciones y se puso a hacer cálculos. Sería proficua la faena de esa
tardecita. Podrían cazar muchas docenas de garzas y obtener sendas bolsas de
plumas de primera calidad. Y quizás las ganancias les permitieran abandonar
aquel penoso oficio, adquirir una chacrita en las inmediaciones del pueblo y
vivir en paz con Carmen, trabajando la tierra. Eso sería lo mejor. La vida del
garcero no servía para él. Ese silencio forzoso, esa monotonía agobiante del
juncal, ese malsano olor de los esteros plagados de mosquitos, de sanguijuelas
viscosas, de taimadas víboras, resultábanle cada día más intolerables. Que
Tomás se buscase otro socio, si quería. Al fin de cuentas, ya no quedaba entre
ellos nada en común.
Antes, cuando se entendían, cuando eran verdaderos amigos, cualquier
sacrificio hacíase llevadero. Pero ahora Tomás lo odiaba y hasta sería capaz
de matarlo si se le presentaba una ocasión favorable. No podía conformarse con
que Carmen fuera suya. Era uno de esos hombres sin nobleza, que no saben
perder . . .
Bruscamente cortó sus reflexiones para observar de reojo al compañero, pues
había creído advertir en él un movimiento sospechoso. Tomás acababa de
incorporarse, en efecto, y avanzaba paso a paso hacia allí, con las venas del
cuello tensas y una dura fijeza en la mirada. Parecía un animal montaraz
acercándose a su presa. Querría aprovechar su momentáneo descuido para
ultimarlo a traición? Sería capaz de tal villanía?
No
había concluido de hacerse estas preguntas cuando lo vio llevarse la mano a la
cintura y desenvainar con cautela el afilado machete. Entonces dió un ágil
brinco, blandiendo a su vez el suyo y hendióle el cráneo de un certero golpe
mientras le gritaba:
-
Tomá, por ventajero!
Desde el suelo, pudo aún el compañero extender el brazo y advertirle con un
hilo de voz:
-
Cuidado!
Andrés volvió los ojos hacia el sitio que el otro el indicaba, y recién
entonces vió la yarará en acecho, pronta para saltar sobre él.
En ese mismo instante, un fuerte trueno anunció
el comienzo de la lluvia.
Serafin J. Garcia